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viernes, 31 de agosto de 2012

Manual del Perfecto Amarillista

En 1897 el editor William Randolph Hearst añoraba una buena guerra para aumentar la circulación de sus periódicos, más decisiva en esa época que la publicidad. Lanzó entonces una campaña contra el gobierno español en Cuba y contra el de los Estados Unidos, por no intervenir. Gastaba fortunas enviando reporteros a Cuba. Cuando su corresponsal Frederick Remington llegó a Cuba se encontró con la infame realidad de que, horror, no había guerra. Telegrafió a Hearst, como quien dice un email, para pedir permiso para regresar. Hearst respondió: «Pongan las imágenes, que yo pongo la guerra». El 15 de febrero del año siguiente alguna mano de interés estadounidense puso una bomba en el barco también estadounidense Maine, en el puerto de La Habana, provocación, hoy evidente pero entonces imperceptible, que desató la Guerra Hispanoamericana que quitó a España sus colonias rezagadas: Cuba, Filipinas y Puerto Rico. Como todo amarillismo, Hearst acusó y sentenció sin pruebas ni defensa (ver La Inquisición Mediática). 


Se iniciaba así la guerra mediática, es decir, la profecía autocumplida y recursiva: instigar una guerra para generar la noticia, que a su vez sostiene la guerra. Sí, suena familiar. Sí, se llama terrorismo. 

Hearst afinó y tecnificó el manual del perfecto amarillista. Ese fomento de la paranoia y de la imbecilidad, esa fría y oportunista gerencia del odio, que otros llaman amarillismo, predomina hoy en casi todo el mundo en casi todo medio. Hasta donde se me alcanzan mis idiomas y mi experiencia, he hecho un inventario de medios no amarillistas; son pocos: 

The New Yorker, la mejor revista del mundo, le Monde
El País de Madrid, salvo cuando habla de Venezuela. 
La Jornada, de México. 
Últimas Noticias de Caracas. 
Panorama de Maracaibo. 
Question, de Caracas. 

Y ya, porque hasta la BBC cayó en el amarillismo. Obviamente tiene que haber otros, pero estos son los que conozco. 


Para no caer yo también en el amarillismo, procederé deliberadamente a violar la Primera Regla de Oro del Amarillismo: ocultar los matices No ocultaré ninguno que logre percibir. Así, divulgo el primero: 


el amarillismo no siempre funciona. 

Llega un punto en que la comunidad reacciona. Pasó con Hearst: sectores religiosos, políticos, sociales, etc., se le opusieron. Sobre todo cuando apoyó a Hitler, a quien hizo columnista de sus periodicuchos. Los medios son poderosos, pero no todopoderosos; lo que demuestra que no hay poder absoluto. Solo hay poderes más poderosos que otros. Y todo poder expira. Cuestión de tiempo. El 2 de diciembre de 2002 los medios convocaron un paro que no fue obedecido por casi nadie. Fuera de los operadores que sabotearon a PDVSA, centros comerciales, cadenas de tiendas e industriales muy poderosos, poca gente independiente acudió al paro. Esa inmensa multitud que masivamente no fue al paro, que, con apoyo de militares leales, salió el 13 de abril a reponer su gobierno derrocado y que los medios se empecinan en no ver, esa gente objetivamente no es permeable al masaje mediático. Esa masa no ve a los medios y estos no la ven. Tal vez los ven, pero no los miran. 

http://www.amazon.com/exec/obidos/ASIN/B00005Q4GW/labitbliotecaHearst, por ejemplo, fracasó cuando Orson Welles hizo su famosa película El ciudadano Kane, inspirada en él. Nadie recuerda a Hearst sin pasar por la imagen que de él delineó Welles, a pesar de los bosques que en medio siglo hubo que talar para que Hearst se construyera otra. 


Segunda Regla de Oro: el amarillismo cuenta con el cretino que todos llevamos por dentro 


Basta una mente despejada para desbaratarlo. Es alentador. Lo que no es tan alentador —otro matiz— es que aun las mentes más despejadas se pueden dejar ofuscar por el amarillismo y entonces son peores que los cretinos naturales porque ponen toda su inteligencia al servicio del cretinismo amarillo. 

Ejemplo: el fascismo, esa etapa superior del amarillismo, que ofuscó a intelectuales de primera magnitud como Louis-Ferdinand Céline, Martin Heidegger, Carl Gustav Jung, Ezra Pound. Su lucidez se vuelve oscura, como una luz negra. Ofusca a muchos hoy en Venezuela. No me preocupan los vendidos sino los que de buena fe se entorchan con fuerzas que objetivamente los tienen en la mira, particularmente el neoliberalismo y sus empresas filiales, enemigos radicales de todo humanismo y de toda diversidad cultural. 

Uno de los vicios del poder es creerse absoluto y eterno. Una inmediatez relampagueante lo conduce a esa idea tan perversa como ingenua. Se necesita una sobredosis de sabiduría para entender que todo poder es limitado y temporal. Que aun los dictadores más estables son biodegradables, porque se mueren. Hay gente que pierde el poder por torpe y pasa años batiéndose como niño malcriado, como la oposición en Venezuela desde 1998. 


Todos los que en Venezuela tienen alguna cuota de poder (político, mediático, económico, social, sindical, religioso) debieran entenderlo. Y sobre todo deben aprender de las victorias pírricas, a veces peores que las derrotas. Cualquiera que derrote a su adversario en Venezuela no podrá gobernar luego, a menos que ejecute un exterminio nazi impecable, sin cabos sueltos, es decir, sin dejar a nadie vivo. Tal vez una bonita «limpieza étnica», que se están llevando mucho últimamente. Pronto hallará que más le valía haber perdido, como Pedro Carmona Estanga, luego de sus minutos de celebridad, cuando fue presidente de la «Transición» de 28 horas entre el 12 y el 13 de abril de 2002. A menos que esté tan ofuscado por el amarillismo que no note que en la barbarie nadie gana, empezando por él mismo. 

Lo que más alarma hoy en Venezuela es cómo las primeras víctimas del amarillismo son sus propios emisores. Creo que todavía los directores de medios no se han dado cuenta del desastre que fue su fachendosa comparecencia ante los corresponsales internacionales, que abandonaron la sala ante su actitud mentirosa, prepotente y ofensiva. Su poder provincial es tal que les oculta que estaban siendo duramente criticados por representantes de medios más poderosos en varios órdenes de magnitud: The New York Times, The Financial Times, The Economist, The Washington Post, para mencionar solo esos. Era asombroso el despotismo con que trataban a esos corresponsales. Tal cual como tratan a sus empleados. «¡No te me rías!», «¿Cuánto tiempo tiene usted en Venezuela?» y aquel gesto despectivo. Con razón los corresponsales se levantaron y se fueron. Los dueños de medios en Venezuela tienen tanto poder que no perciben que ese poder tiene límites. 

El mundo contempla atónito cómo 

la televisión venezolana introduce señales subliminales de violencia política en la programación para niños. 

Cómo han desquiciado la salud mental de multitudes enardecidas. 

Cómo acusan y condenan sin promover pruebas ni consentir el derecho a la defensa, ni el debido proceso. Cuando el 6 de diciembre un criminal de conexiones aún enigmáticas disparó contra una multitud en la Plaza Altamira de Caracas, dejando más de veinte heridos y no menos de tres muertos, Carlos Ortega, presidente autodesignado de la Confederación de Trabajadores de Venezuela, caudillo de un paro al que no aportó ni un trabajador, estaba dando su diario y mediático parte de guerra. Le pasaron un papelito con la noticia. Inmediatamente, sin siquiera una breve meditación, acusó al gobierno de aquella masacre. Sin pruebas ni defensa (ver La Inquisición Mediática). 

El amarillismo de Hearst era ingenuo al lado del actual. Sí, Hearst promovió y respaldó guerras, pero el amarillismo de hoy puede llevar a conflagraciones mayores, como, ojalá no, en Venezuela. Hay fenómenos que no ocurrirían sin apoyo mediático. Es más, así como durante un gobierno de Acción Democrática Venezuela inventó la figura del «desaparecido» y el «ruleteo» de prisioneros, Venezuela aportó a la humanidad en abril de 2002 el golpe mediático, a saber: se convoca un paro nacional, que falla en sus puntos cardinales, luego  se llama a una marcha entusiasta y multitudinaria que en medio del enardecimiento de la masa, en que, como se sabe, reina la inteligencia del menos inteligente, se desvía aviesamente hacia el palacio de gobierno, en donde se reúne una contramasa igualmente enardecida y multitudinaria. 

Llegados cerca del palacio, unos francotiradores producen unos asesinatos —en su mayoría de partidarios de ese gobierno— que los medios divulgan hasta la saturación y acusan sin pruebas ni defensa al gobierno ya casi caído. 

Unos militares «se pronuncian» contra el gobierno en videos o en vivo, fuerzan al Presidente a entregarse y luego, en una ocultación paradójicamente amarillista, silencian todo, en el apagón informativo más feroz de la historia humana. Durante un día crucial en la historia de Venezuela, el 13 de abril de 2002, solo transmiten sus trivialidades curtidas. Y luego, cuando el golpe les fracasa, en el sainete más mamarracho de la historia humana, decretan, con apoyo nada menos que del Tribunal Supremo de Justicia, que no hubo golpe y la historia comienza de nuevo, el Eterno Retorno Parte II, que se intenta ejecutar en diciembre de 2002. 

El amarillismo contemporáneo todo lo torna virtual pues, como dice Jean Baudrillard, la realidad ha sido asesinada.

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